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La historia de la humanidad es un relato de lucha contra las epidemias y las enfermedades en general
Para Adolfo Carrasco Martínez, director del Instituto Universitario de Historia Simancas (IUHS) y profesor de Historia Moderna de la Universidad de Valladolid (UVa), este confinamiento nos hace echar la vista atrás y recapacitar sobre la recurrencia de las epidemias a lo largo de la Historia. Y ésta nos dice que la población estaba más acostumbrada y sabía lo qué hacer en estos casos. La paradoja actual, según explica, es que, a mayor bienestar derivado de la interrelación entre personas y mercancías, más peligro de que se extienda este nuevo virus. Y la gran diferencia entre esta crisis sanitaria y las anteriores es que antes las epidemias las gestionaban las autoridades locales, más cercanas a los problemas.
El confinamiento es el recurso que se está utilizando para parar esta pandemia, a usted como historiador le resultará familiar. ¿Fueron tan similares los métodos para combatir otras pandemias a lo largo de la historia?
Esta ha sido desde siempre la reacción social y política básica ante un agente contagioso: para evitar su propagación invisible, no cabe otra posibilidad que aislarse. Es la respuesta primaria de autopreservación que además lleva implícito el reconocimiento de impotencia ante el enemigo invisible. Así se hacía cuando se declaraba la peste, se cerraba la ciudad, los vecinos se enclaustraban en sus casas, se trataba de aislar a los enfermos y sus familias, se quemaban los cadáveres o se sacaban del perímetro urbano. Antes de que se produjera el confinamiento, quienes podían habían huido al campo. Al resto, solo les quedaba la reclusión a la espera de que la virulencia remitiese. Estos eran mecanismos recurrentes porque las epidemias eran muy frecuentes. En las Edades Media y Moderna, cada diez o quince años, había brotes epidémicos más o menos intensos. Así que el azote era más frecuente, pero al mismo tiempo, la población estaba más acostumbrada y sabía qué hacer. Estaban más acostumbrados a vivir amenazados. Creo que uno de los problemas actuales es que estamos perplejos ante el problema, porque no tenemos memoria de situaciones parecidas.
Imagino que en estos días los historiadores tienen un papel importante al ser consultados como fuentes de los medios de comunicación para recordar las pandemias pasadas.
Ante lo sucedido se buscan situaciones parecidas en el pasado que nos puedan dar luz sobre el presente. Pero la situación es muy diferente, porque la historia nunca se repite. Este virus es nuevo y vemos como la ciencia está tan sorprendida como el resto de la sociedad. Lo que se repiten son las debilidades de la naturaleza humana, como el miedo, la ignorancia, las vacilaciones del poder ante lo desconocido, pero también la generosidad, la solidaridad y la resiliencia. Históricamente, todo eso también se ha dado en crisis parecidas. Y con afán de ser positivo, en todo caso, lo que la historia de las epidemias nos enseña es que de todas se ha salido; con más o menos cicatrices, pero se sale. Por eso estamos aquí.
Nos sentíamos protegidos, pero la historia nos recuerda que las crisis sanitarias son recurrentes a lo largo de los siglos. ¿Cuáles han sido las más importantes? ¿Cómo afectaron a la población?
No es exagerado decir que la historia de la humanidad es un relato de lucha contra las epidemias y las enfermedades en general. No olvidemos que dos factores de civilización y desarrollo de las sociedades, como el crecimiento de las ciudades, y la consiguiente concentración de población, y la intensificación de las comunicaciones, viajes comerciales o de exploración, son también dos aceleradores de los contagios. Tenemos noticias directas o indirectas de constantes epidemias que azotaron a las civilizaciones más urbanizadas y más dinámicas. Y lo que quizá sorprenda más es la extraordinaria recurrencia de este tipo de catástrofes sanitarias.
El área mediterránea, la más poblada, urbanizada y desarrollada de Europa, empezó a sufrir periódicamente epidemias desde, al menos, el siglo V a. C. Luego las padeció el Mediterráneo romano, como por ejemplo la peste antonina del año 166, que se extendió siguiendo las rutas marítimas y las calzadas. Quizá la epidemia más grave fue la peste de 542, que vino desde Constantinopla, la gran metrópoli oriental, hasta el occidente europeo y África, y se llevó el 40 por ciento de la población de algunas regiones.
Quizá la Peste Negra de mediados del siglo XV sea la gran pandemia de la historia. Se caracterizó por su rápida propagación y su letalidad (las cifras estimadas de muertos van desde los 25 a los 50 millones).
Algunas ciudades quedaron casi abandonadas y tuvo graves consecuencias demográficas y económicas, puesto que la recuperación de las cifras anteriores no se produjo hasta cien años después. También hay que tener en cuenta el impacto infeccioso de la llegada de los europeos a América, aunque no fue inmediato. Los descubridores y los conquistadores llevaron consigo la viruela y la sífilis a poblaciones que no tenían anticuerpos contra estos males, de modo que se diezmó la población local en los cincuenta años siguientes a la llegada de Colón.
Por otro lado, la expansión económica y política de los Estados europeos en los siglos XVI y XVII estuvo acompañada por frecuentes brotes, unos locales, otros más generales. Si tomamos por ejemplo la ciudad de Valladolid, es posible constatar que, desde finales del siglo XV, cada vez diez o veinte años la ciudad recibía la visita ominosa de la peste, el cólera, el tifus, la viruela o fiebres diversas. Peores fueron los azotes padecidos por Sevilla, sobre todo a partir de que se convirtiese en la puerta del Atlántico; a pesar de todas las medidas de control de las tripulaciones de los barcos, la ciudad se vio golpeada por epidemias más o menos intensas, y eso sin dejar de crecer y prosperar. Sin embargo, hubo dos pestes que pusieron a Sevilla contra las cuerdas, una en los años noventa del siglo XVI y otra, la más mortífera, en 1649. Lo mismo sucedió con Londres, otra ciudad portuaria en expansión, que padeció un pico de peste en 1666, justo después del grave incendio que destruyó más de media ciudad.
La gran epidemia del siglo XVIII fue la peste que sacudió el Mediterráneo occidental desde Marsella, y afectó a todos los puertos del Tirreno, incluido Nápoles en 1722. El siglo XIX trajo mejoras higiénicas que atenuaron los golpes epidémicos, pero no pudo impedir que el cólera, traído de la India, se convirtiese en endémico en Inglaterra; era el peaje que debieron pagar por alzarse con un gran imperio colonial.
¿Cuáles han sido las más recientes y más mortíferas? Se escucha en estos días hablar mucho de la gripe española.
El pasado siglo, marcado por la gran matanza que fue la Primera Guerra Mundial, hubo de soportar, antes de que terminase el conflicto, una gran pandemia de gripe (la mal llamada “española”) que acabó con más seres humanos en todo el mundo que las víctimas de la contienda mundial. Hay estudios que hablan de hasta cien millones de muertos en el planeta por esta gripe.
Sería erróneo pensar que desde entonces no ha habido grandes epidemias, aunque el número de víctimas y sus efectos han sido más localizados. Es el caso del ébola en África, que desde 1976 ha venido golpeando ese continente precisamente en las zonas más deprimidas. También el virus de inmunodeficiencia humana (VIH), en los ochenta tuvo efectos devastadores hasta que la medicina lo ha ido controlando. En el siglo XXI y antes de la COVID-19, hemos experimentado epidemias de gripe A y el coronavirus SARS que, según estamos viendo, no han servido para activar mecanismos preventivos suficientes. Esperemos que los organismos internacionales y los Estados, de una vez, desarrollen un sistema permanente de vigilancia y prevención epidémica.
Cualquier crisis sanitaria conlleva consecuencias en la economía de la zona afectada. En otras pandemias, ¿qué estragos causaron en las economías locales? ¿existen datos y documentos que den testimonio de su magnitud?
Tengamos en cuenta que tradicionalmente las epidemias no eran fenómenos únicos, sino que estaban asociadas a otras catástrofes. En las sociedades preindustriales, era frecuente que una peste, por ejemplo, se produjese al mismo tiempo que una guerra (en una ciudad sitiada largo tiempo) que, además, se acompañaba de hambre o carestía de alimentos básicos, por colapso de los mercados o falta de mano de obra en los campos. También la epidemia podía venir justo después de una inundación, una larga sequía o un terremoto. Si a ello le añadimos que las economías agrarias eran frágiles en sí mismas, nos queda un cuadro de inestabilidad económica y con tendencia a quebrase periódicamente.
¿Qué diferencias puede haber con respecto a las anteriores?
En la actual pandemia estamos sufriendo la cara amarga de disponer de medios de comunicación asequibles entre continentes, de la globalización económica y la interrelación de los mercados. La paradoja actual es que, a mayor bienestar derivado de la interrelación entre personas y mercancías, más peligro de que se extienda este nuevo virus.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó un informe que alertaba en septiembre de que el riesgo de que se produjera una pandemia global estaba creciendo. Antes no existían este tipo de organismos que advirtieran de los peligros, sin embargo, muchos países hemos hecho caso omiso de las advertencias, ¿cree usted que no aprendemos de la historia?
Yo creo que la gran diferencia respecto del pasado es que las epidemias se gestionaban por las autoridades locales, las más cercanas a los problemas. Si se declaraba la peste en Valladolid, era el ayuntamiento el que activaba las medidas, como sacar los enfermos fuera de la ciudad, clausurar las casas donde se hubiese producido un enfermo, quemar los cuerpos y los objetos que pudiesen estar contaminados, asegurar en la medida de lo posible el suministro de alimentos y sus precios.
No esperaban que una autoridad superior tomase las riendas de la situación. Y si algo hay que aprender del pasado es que la solución de los problemas, de salud o económicos, no van a venir de fuera, sino que dependen de la comunidad a la que se pertenece y, sobre todo, de cómo cada uno es capaz, con su propia responsabilidad, de contribuir a su cuidado personal, al de su familia y al de su localidad. En mi opinión, en la crisis del coronavirus, seguramente porque nadie tiene memoria o experiencia similar, hemos depositado una excesiva credibilidad tanto en la política como en la ciencia, y se está demostrando que tan sorprendidos y dubitativos están los científicos y los responsables públicos como el resto de la sociedad.
¿Cree usted, como vaticinan algunos, que esta crisis puede abocarnos a una nueva etapa de la historia?
Es difícil determinarlo ahora mismo, cuando estamos inmersos en la crisis y aún no sabemos cuándo y cómo saldremos. El historiador no es como el sociólogo, el politólogo o el economista, que analizan los fenómenos mientras están sucediendo (y por eso se equivocan tanto). El historiador necesita una mínima distancia con los acontecimientos, que le dé perspectiva y juicio reposado. En todo caso, lo que parece es que están cambiando muchas cosas relativas a nuestra manera de relacionarnos, de consumir y, lo que más nos importa a nosotros como universitarios, el modo de generar y de transmitir conocimiento. Es pronto para saber si estos cambios sobrevenidos van a permanecer y por ello van a marcar un antes y después decisivo, o si por el contrario las nuevas fórmulas, por lo menos las más radicales que ahora se nos han impuesto, serán arrinconadas en cuanto sea posible. Lo que me parece más importante es que, como sociedad, no permitamos que el poder imponga restricciones de las libertades alcanzadas con el pretexto de proteger la salud.
En esta era de internet, inteligencia artificial y big data, ¿cómo se adaptan los historiadores?
Hasta ahora estos cambios se estaban introduciendo lentamente en el trabajo de los historiadores, pero no cabe duda de que la excepcional situación actual los está acelerando. De un día para otro, nos hemos vistos obligados a recurrir solo a lo digital. Esta tendencia va a seguir cuando termine la emergencia. Sin embargo, creo que el trabajo del historiador, tan particular porque trata de comprender los hechos y comportamientos humanos, necesita la sutileza de la interpretación, y eso no puede dejarse en manos de algoritmos o de la mera acumulación de información. Al fin y al cabo, la tarea de historiar es explicar lo singular, lo humano individual o colectivo, que por mucho que esté condicionado, nunca está determinado absolutamente por el marco que pueda establecerse a partir de millones de datos y sus conexiones. En lo que sí nos podrá ayudar en el futuro la tecnología de los datos masivos es el acceso y ordenación de un gran caudal de información. La interpretación, que es el desafío del historiador, es siempre espacio para la razón, el juicio y la experiencia, y estos elementos siempre se escaparán a las máquinas. O al menos eso es lo deseable.