Daniel López Acuña, exdirector de Asistencia Sanitaria en Situaciones de Crisis de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y profesor de la Escuela Andaluza de Salud Pública (EASP), da su opina.

coronavirus  2019-nCoVA lo largo de los últimos meses hemos estado sujetos al flagelo de la pandemia de COVID-19 y hemos escuchado a diario cifras relacionadas con el número de casos, el número de defunciones, la incidencia acumulada en los últimos catorce días o en los últimos siete días, y varios otros indicadores que sirven para entender la evolución de la curva epidémica, ya sea en Comunidades Autónomas, en España o en los distintos países del mundo que han sido afectados.

A menudo escuchamos, leemos, vemos cuadros y gráficos, que comparan cifras crudas de incidencia o de mortalidad y pretenden sacar conclusiones sin haber hecho los deberes de aplicar los métodos epidemiológicos que se usan al efectuar comparaciones de la frecuencia de enfermar o de morir en distintas poblaciones que pueden tener características diferentes. Los datos son tratados como si fuera una olimpiada de casos o fallecimientos en la que lo que importa es qué país o qué región tiene la cifra más alta de casos o de muertes. Y en esa medida se cometen errores básicos que invalidan las conclusiones que se sacan a la ligera, muchas veces de una manera sensacionalista.

El primer error que se comete es el de comparar entre países, o entre territorios determinados, el número absoluto de casos o de muertes sin tomar en cuenta que poco nos dicen esas cifras si no las referimos a la población de dichos países o territorios. Lo correcto sería calcular las tasas de incidencia o de mortalidad ya sea por 100 000 o por millón de habitantes. Eso permitiría tener una adecuada medida de la fuerza del fenómeno de enfermar o morir referida a la misma base poblacional. Sin embargo, muy pocas veces se hacen comentarios fundamentados que tomen en cuenta la necesidad de usar tasas y no números absolutos de enfermos o de fallecidos.

Tasa de letalidad y de incidencia

Así, por ejemplo, si el país A ha tenido 5 000 defunciones y 50 000 casos y tiene una población de 10 millones de habitantes, tiene una afectación más  severa por la enfermedad que el país B, que ha tenido 20 000 defunciones y 200 000 casos, pero que tiene una población de 100 millones de habitantes.

El país A tendría una tasa de mortalidad de 50 por 100 000 habitantes y una tasa de incidencia de 500 casos por cada 100 000 habitantes, mientras que el país B tendría una tasa de mortalidad de 20 por 100 000 habitantes y una tasa de incidencia de 200 casos por cada 100 000 habitantes. En otras palabras, el país A, aunque tenga menos casos nuevos y menos muertes, tendría una afectación de más del doble que la que tiene el país B, tanto en término de incidencia como de mortalidad, aun cuando tenga un número absoluto mayor de enfermos y de fallecidos.

En ambos países hipotéticos, A y B, la letalidad (número de defunciones, divididas por número de casos) es igual, asciende al 10 por ciento. Sin embargo, la frecuencia con la que acontece el enfermar o el morir cambia. Y esto es lo que verdaderamente importa para hacer comparaciones internacionales, para poder medir la fuerza de la transmisión y para contrastar el impacto que están teniendo las distintas medidas de lucha contra la epidemia. Por ello, las cifras que podemos observar hoy en día en Europa nos revelan que los países con mayor afectación, es decir con mayor número de casos por 100 000 habitantes, son Luxemburgo (674,5) y Suecia (550,3), según los datos del Centro Europeo de Control de Enfermedades (ECDC), que tiene su sede en Estocolmo, aun cuando otros países, como el Reino Unido, España, Francia o Italia, tengan un número mayor de casos absolutos.

El segundo problema estriba en que las tasas crudas de mortalidad o de incidencia no dan toda la información necesaria para poder establecer las comparaciones de manera adecuada. Al tratarse de una enfermedad que afecta particularmente a personas mayores de 70 años, es necesario que las comparaciones efectúen un ajuste por edad que permita contrastar la incidencia o la mortalidad a iguales circunstancias de estructura demográfica, de manera que se corrija el sesgo que introduce tener una población más envejecida en un país y una menos envejecida en el otro. 

Metodología de ajuste de tasas

Para ello existe la metodología del ajuste de tasas, propia de la bioestadística y la epidemiología. Consiste en efectuar un cálculo de tasas por grupos de edad que permite calcular tasas verdaderamente comparables porque se ha efectuado una desagregación de la mortalidad por grupos de edades y se han generado tasas de incidencia o de mortalidad resumidas que han efectuado las correcciones relativas a las diferencias etarias en la estructura demográfica de las poblaciones que se comparan. Lamentablemente este ha sido un abordaje que ha brillado por su ausencia en las comparaciones internacionales sobre la COVID-19.

Como puede apreciarse, los métodos epidemiológicos que habitualmente se usan para efectuar comparaciones internacionales de mortalidad, de incidencia o de prevalencia, entre otras mediciones sobre la salud y la enfermedad, no han sido suficientemente utilizados como debería al ofrecer información comparativa entre países durante esta pandemia. No debemos olvidar en este sentido la importancia del rigor metodológico no solo para los análisis científicos del problema, sino también para propósitos de comunicación orientadora y pedagogía a la población general sobre el problema que nos ha estado asolando.

julio 06/2020 (Diario Médico)

 

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