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Los niños no son adultos bajitos. Por eso, las terapias para ellos no pueden ser una simple adaptación de las nuestras. Los menores son imprescindibles en investigaciones sobre su salud: ensayos clínicos, estudios de vacunas, análisis epidemiológicos y trabajos sobre su desarrollo cognitivo requieren a la población pediátrica. Incluso hay equipos científicos que cuentan con la opinión de los pequeños en el diseño de los experimentos.
“A los adultos nos gusta que cuando estamos enfermos nos curen y nos traten con un fármaco eficiente y seguro. Los niños se merecen, como mínimo, lo mismo. Al fin y al cabo tienen toda la vida por delante”. Así piensa Joana Claverol, coordinadora de la Unidad de Ensayos Clínicos de la Fundació Sant Joan de Déu (Barcelona), quien reivindica que toda la innovación terapéutica que existe en adultos debe darse también a nivel pediátrico.
Históricamente se ha excluido a los niños del mundo de la investigación clínica con la intención de protegerlos, pero a principios de siglo la Unión Europea (UE) se echó las manos a la cabeza: más de la mitad de los fármacos que se daban en pediatría estaban fuera de indicación. No se había probado su eficacia ni seguridad en este rango de población.
“El problema es que un niño no es un adulto pequeño –especifica Claverol–. El riñón de un bebé de dos meses funciona de manera diferente que el de un chiquillo de seis años, que también es distinto del de un adolescente”.
Fue entonces, en el año 2006, cuando la UE decidió que la mejor manera de proteger a estos 100 millones de europeos bajitos era incluirlos en los ensayos clínicos y cambió la regulación para fomentarlos. El año que viene hará una década desde que esta ley entró en vigor y se publicarán sus derivaciones.
De momento Claverol es optimista: en cuatro años el Hospital de Sant Joan de Déu ha doblado los ensayos en los que participa. “Ahora estamos implicados en 96, que en el ámbito pediátrico es muchísimo”, explica a Sinc por teléfono.
Los pequeños que entran en un ensayo clínico a menudo aceptan porque no tienen otra opción. “Si la enfermedad existe en toda la población, primero se estudia en adultos y después en niños, pero hay patologías en las que esta estrategia no es posible porque no hay personas mayores que estudiar”, se lamenta Claverol. Muchas de las alteraciones pediátricas tienen una muy baja incidencia en la población y, gracias a estos ensayos, hay pacientes que pasan de no disponer de tratamiento a tener una opción sobre la mesa.
Los participantes deben entender qué es un ensayo clínico, que van a recibir un fármaco experimental que quizás no se ha probado antes y el riesgo asociado. El equipo de Claverol tiene mucha experiencia en la gestión de este tipo de información, pero admite que uno de los puntos más difíciles de explicar es cuando hay un placebo: “El niño debe saber que quizás está haciendo un esfuerzo muy grande cuando en realidad no se está tomando nada. La contribución real de estos pacientes es que el fármaco llegue al mercado y sea seguro y eficaz para todos los niños del mundo que tengan esa enfermedad. Es un ejercicio de altruismo enorme”.
Una de las principales diferencias entre los ensayos en adultos y pediátricos es que en los últimos y por motivos éticos no existe la fase I (en la que se enrolan voluntarios sanos para evaluar la seguridad del nuevo fármaco), por lo que el accidente que tuvo lugar el pasado mes de enero en Francia, en el que una persona murió y otras dos tuvieron que ser hospitalizadas, no podría ocurrir con menores. “De todos modos, que suceda algo así enciende todas las alarmas. Nunca nos ha pasado nada parecido y esperamos continuar así, pues tenemos todos los mecanismos de seguridad necesarios para evitarlo”, expone Claverol.
Con la intención de una mejora continua, Claverol coordina una iniciativa inspirada en una visita que realizó hace dos años al hospital pediátrico Great Ormond Street de Londres, donde un grupo de menores participaba en el diseño y la evaluación de los proyectos de investigación. Al principio le pareció algo increíble y muy difícil de aplicar, pero después se percató de que “una de las maneras de mejorar nuestros proyectos para niños es a través de ellos mismos”.
Así, en el Hospital Sant Joan de Déu, los investigadores valoran el contenido científico del ensayo clínico, que la metodología sea la correcta, que los objetivos estén bien planteados y que la seguridad sea impecable.
Los 17 niños del proyecto KIDS, la mitad enfermos y la mitad sanos, dan su opinión sobre cuántas visitas a la semana son demasiadas para el paciente, si prefieren ser pinchados para una analítica antes o después de comer o sobre cómo escribir un consentimiento informado que sea comprensible para un chaval de doce años, edad a partir de la cual se considera al paciente como ‘menor maduro’ y es él, y no sus representantes legales, quien debe firmar el documento conforme está de acuerdo en participar en el ensayo.
Otra de las aportaciones de los integrantes de KIDS ha sido expresar su opinión a la Agencia Europea del Medicamento sobre el gusto de los fármacos. “Nos encaprichamos en poner sabor de frambuesa a los jarabes pero nadie le ha preguntado a un niño qué sabor prefiere –exclama Claverol–. Es absurdo, si al niño le disgusta lo vomitará y la eficacia del fármaco será cero. Preguntémosles si prefieren un jarabe, polvos o una pastilla que se deshaga en la lengua”.
La neonatóloga Celia Díaz, del Hospital de La Paz (Madrid), también trabaja con bebés y niños, pero sanos: coordina un ensayo con la vacuna tetravalente de la gripe en menores de tres años. “Se trata de un estudio de inmunogenicidad en el que queremos ver si los bebés fabrican mejores defensas con esta vacuna que con la trivalente, que es la que hay actualmente en el mercado para ellos”, explica la doctora.
La vacuna de la gripe no es obligatoria pero sí recomendada en menores de tres años prematuros, con problemas pulmonares, y familiares de ellos. Esta temporada de gripe es la segunda del ensayo. El año que viene habrá una tercera, y de momento es un estudio doble ciego: ni los médicos ni los participantes saben quién es inoculado con la vacuna o con el del placebo (agua).
En este ensayo, patrocinado por el laboratorio francés Sanofi Pasteur, el equipo de Díaz no está encontrando demasiados problemas de reclutamiento. Además de tener una buena cantera de bebés en el mismo hospital, han contactado con los centros de salud de la zona y ofrecen, no solo compensación económica por el transporte, sino un aliciente para que los padres se animen a enrolar a sus retoños en el estudio. “Les regalamos una vacuna de beneficio. El año pasado fue la de la varicela y esta temporada y la que viene es la de la meningitis B, que está agotada en las farmacias y es muy cara”, detalla Díaz.
La falta de participantes es el gran hándicap de los estudios con bebés y niños sanos. Lo es en nuestro país: “La variabilidad entre los bebés es enorme. No puedes saber si les duele la barriga, tienen un mal día o han dormido poco, por lo que para un solo estudio necesitas muchísimos niños”, cuenta Núria Sebastián, directora del grupo de investigación sobre adquisición y percepción del lenguaje de la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona). Y lo es también en otros países como Inglaterra, donde un macroproyecto dotado con 38,4 millones de libras esterlinas (48.694.656 €) ha sido cancelado apenas seis meses después de empezar por no haber captado suficientes participantes.
La iniciativa LifeStudy planeaba enrolar a 80 000 bebés ingleses desde su nacimiento y estudiarlos a lo largo de su vida para comprender la interacción entre su salud y desarrollo y su entorno social, económico y físico. “Era un proyecto muy ambicioso y necesario en el Reino Unido –cuenta a Sinc su directora, Carol Dezateux–. La decisión de cortar los fondos tan pronto ha sido muy decepcionante pues con un poco más de tiempo y experiencia creo que habríamos remontado este problema de reclutamiento”.
LifeStudy contemplaba participantes de todos los estratos sociales y Dezateux opina que uno de los problemas puede haber recaído en la baja participación de los estratos más pobres de la sociedad.
“Los estudios deben tener en cuenta el reclutamiento desde el principio. Nosotros publicaremos nuestros protocolos y las lecciones aprendidas para ayudar a futuras investigaciones”, agrega la científica.
El objetivo del proyecto británico LifeStudy era obtener datos de la vida de 80 000 bebés de todos los estratos sociales desde su nacimiento para evaluar la importancia del entorno sobre su salud. Lamentablemente, se detuvo porque no consiguieron reclutar suficientes niños. En la imagen, participantes del estudio.
Por su parte, el equipo de Núria Sebastián se pasea por varias clínicas de Barcelona un par de veces por semana convenciendo a padres y madres para que sus recién nacidos participen en sus investigaciones. “Sobre todo estudiamos el primer año de vida –explica la científica en su despacho–. Aunque parezca que solo lloran, duermen y hacen caca, también están adquiriendo las bases fundamentales del lenguaje”.
“Los seres humanos somos buenísimos detectando idiomas y acentos diferentes”, afirma Sebastián. En su laboratorio y mediante técnicas no invasivas estudian a qué edad somos capaces de hacerlo y parece que a los seis meses un bebé ya es capaz de discriminar su lengua materna del resto. “Medimos la actividad del cerebro cuando anticipa una acción y hemos observado que si una persona se presenta a un bebé en el idioma del pequeño (castellano o catalán, en nuestro caso) o en uno extranjero (alemán), este anticipará las acciones del desconocido y estará mucho más interesado en él cuando se haya presentado usando la propia lengua”, explica la investigadora.
Sebastián es la primera sorprendida en encontrar este tipo de reacción en edades tan tempranas, pero reflexiona que desde el punto de vista evolutivo sus resultados tienen mucho sentido. “En los primeros años de vida debes aprender muchísimo. ¿Pero de quién fiarse? Como aquellas personas que están más próximas a ti a nivel genético serán las más interesadas en que sobrevivas, es lógico que haya mecanismos que primen el interés y la confianza en los individuos de tu grupo, y el lenguaje es una de nuestras mayores marcas de identidad”.
En el Centro de Medicina Fetal i+D (Barcelona), Fátima Crispi va un paso más allá e investiga a seres que ni siquiera balbucean. El equipo de esta científica ha detectado que los bebés que nacen con un peso inferior al normal por haber sufrido restricción del crecimiento intrauterino pueden tener problemas cardiovasculares.
“Durante la gestación de estos niños, la placenta no funciona de manera correcta y la falta de oxígeno y nutrientes provoca que el corazón del feto sea más redondo de lo normal y la presión arterial más alta. Como si ya tuvieran preaterosclerosis”, especifica la coordinadora de la línea de programación cardiovascular.
A diferencia de otros, estos investigadores no tienen ningún problema a la hora de reclutar pacientes. “Las embarazadas están encantadas de poder tener ecografías extra”, explica Crispi. Pero sí en su seguimiento, pues a medida que avanza el estudio pierden participantes. “Entre el colegio y el trabajo, los padres de los niños controles sanos no encuentran el momento de venir. Y los críos enfermos muchas veces ya están hartos de visitas médicas”, admite la científica.
Pero el desarrollo del corazón no termina al nacer y los expertos consideran que los primeros meses y años de vida son una ‘ventana de oportunidad’ para revertir los problemas de salud de estos niños. “Como hasta ahora no se veía, el feto ha sido el gran olvidado de la investigación –denuncia Crispi–. Si realmente queremos que la medicina del futuro sea preventiva debemos incluir en ella a este sector de la población. Cuanto antes podamos diagnosticar un problema mejor podremos tratarlo”.