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Investigadores de la Universidad de São Paulo, en Brasil, efectuaron un seguimiento de 701 pacientes internados debido a complicaciones derivadas de la enfermedad en el Hospital de Clínicas de la institución, en la ciudad de São Paulo.
Estudios realizados antes de la pandemia de COVID-19 apuntaron que la pérdida del olfato constituía un posible signo precoz de la enfermedad de Alzheimer. En la literatura científica existen evidencias de que esta disfunción sensorial puede manifestarse años antes de que aparezcan los primeros síntomas cognitivos, lo que sugiere que podría existir una conexión entre el área cerebral responsable de la memoria y la que registra e interpreta los estímulos olfativos.
Esta hipótesis ha cobrado fuerza ahora con un trabajo publicado por investigadores brasileños en el European Archives of Psychiatry and Clinical Neuroscience.
El grupo de científicos realizó un seguimiento de 701 pacientes internados con COVID-19 moderado o grave en el Hospital de Clínicas de la Facultad de Medicina de la Universidad de São Paulo (USP), en la ciudad de São Paulo, Brasil, entre marzo y agosto de 2020.
En evaluaciones realizadas seis meses después del alta hospitalaria, observaron que las personas que padecían más secuelas sensoriales pos-COVID (disminución o modificación del olfato y/o del gusto) tenían un rendimiento peor en los test cognitivos, particularmente en los de memoria. Y ese resultado independiente de cuán grave había sido el cuadro durante la fase aguda de la enfermedad.
“El olfato constituye una importante conexión con el mundo exterior y está sumamente relacionado con las experiencias pasadas. El aroma de una torta, por ejemplo, puede evocarnos el recuerdo de la abuela. En términos de conexión cerebral, posee una interacción mucho más robusta con la memoria que la visión y la audición”, afirma el médico otorrinolaringólogo Fábio Pinna, uno de los autores del artículo.
De los 701 voluntarios incluidos en la investigación, el 52,4 % correspondía al sexo masculino. La edad promedio fue de 55,3 años y el tiempo promedio de internación fue de 17,6 días. De ellos, algo más de la mitad (el 56,4 %) debieron ser internados en Unidades de Terapia Intensiva (UTI) a causa de complicaciones del COVID-19, y hubo que intubar al 37,4 % de los voluntarios.
En los análisis realizados seis meses después de salir del hospital, el funcionamiento del olfato y del gusto se midió mediante la aplicación de cuestionarios estandarizados con anterioridad para estudios de esta índole, que también evalúan aspectos relacionados con la calidad de vida.
La disminución moderada o severa del gusto fue la secuela sensorial más común (20 %), seguida de la reducción del olfato moderada o severa (18 %), la merma concomitante del olfato y del gusto moderada o severa (11 %) y la parosmia (9 %), vocablo que se aplica para describir alteraciones en la percepción olfativa, cuando un olor que antes se consideraba agradable pasa a sentirse como desagradable, por ejemplo.
Doce voluntarios exhibieron alucinaciones olfativas (sentían olores que otras personas no sienten) y nueve personas relataron alucinaciones gustativas (sentían el gusto de un alimento sin haberlo probado). En ambos casos, la mayoría afirmó que esas alucinaciones solamente aparecieron después de la infección provocada por el nuevo coronavirus. Con relación al estado general de salud, entre los participantes el 10,1 % lo describió como “malo o muy malo”, el 38,5 % como “más o menos” y el 51,4 % como “bueno o muy bueno”.
También mediante la aplicación de cuestionarios estándar, los científicos verificaron la presencia de síntomas psiquiátricos, tales como ansiedad y depresión. Y se aplicaron a su vez test neuropsicológicos para medir las así denominadas funciones cognitivas, entre ellas la memoria, la atención y la velocidad de razonamiento.
Al final, todos los resultados se analizaron aplicando métodos estadísticos a los efectos de descubrir si existía una correlación entre los síntomas neuropsiquiátricos y las disfunciones sensoriales.
Se observó que los voluntarios que padecían parosmia tenían una mayor percepción de que su memoria andaba mal. Aquellos que experimentaron una disminución moderada o grave del gusto salieron significativamente peor en una tarea que consistía en memorizar una lista de palabras que se aplica para evaluar la llamada memoria episódica (de corto plazo, muy relacionada con la atención). Los voluntarios que experimentaron pérdidas concomitantes del gusto y del olfato moderadas o graves también exhibieron un compromiso significativo de la memoria episódica.
“No hallamos ningún síntoma psiquiátrico [ansiedad o depresión, por ejemplo] asociado a la pérdida del olfato y del gusto. Con todo, y tal como era de esperarse, observamos que la atención y la memoria episódica se encontraban más deterioradas en los pacientes con mayores alteraciones quimio sensoriales”, comenta Rodolfo Damiano, estudiante de doctorado en la FM-USP con beca de la FAPESP y primer autor del artículo. “Este hallazgo corrobora la hipótesis de que el COVID-19 provoca efectivamente un impacto sobre la cognición, y que sus perjuicios no son únicamente producto de cuestiones psicosociales o ambientales”, asevera.
El origen del daño
En el caso de la enfermedad de Alzheimer, se cree que la pérdida del olfato puede ser una de las primeras consecuencias del proceso degenerativo que lleva a la pérdida progresiva de neuronas. En tanto, la pérdida del olfato asociada al COVID-19, según Pinna, se produce debido a la inflamación que desencadena el SARS-CoV-2 en la mucosa olfatoria. “Eso deriva en una disminución del moco olfatorio. No hemos detectado una lesión directa en las neuronas olfatorias. Estas terminan degenerándose, pero eso parece ser una consecuencia secundaria de la pérdida del moco olfatorio. La mucosa sufre un proceso de atrofia y puede perder esa capacidad de captar olores”, explica el médico.
Tal como lo explica el psicogeriatra Orestes Forlenza, docente del Departamento de Psiquiatría de la FM-USP y uno de los coordinadores del estudio, las pérdidas cognitivas que se observan en la enfermedad de Alzheimer y en los síndromes pos-COVID derivan de procesos patogénicos distintos, pero ambos tipos de procesos pueden superponerse. “Eso ocurre particularmente con las personas ancianas que ya exhiben síntomas cognitivos primarios y contraen la infección. Existen indicios preliminares de que esa superposición de factores patogénicos puede acelerar o agravar la progresión de las pérdidas cognitivas”, afirma.
Con todo, aún no se conoce el mecanismo exacto mediante el cual la infección provocada por el coronavirus lleva al daño cognitivo. Para procurar identificar qué vías cerebrales se encuentran alteradas en la fase aguda de la enfermedad, el grupo de la USP pretende aplicar nuevos test con pacientes que padecen pérdida del olfato y del gusto. La idea es que los voluntarios realicen las tareas mientras se someten a un estudio de resonancia magnética de 7 teslas, cuyas imágenes son de altísima resolución (los aparatos comunes llegan solamente a 3 teslas).
“Nuestra hipótesis indica que el virus provoca una neuroinflamación, que desencadena un deterioro de la cognición. Aún no sabemos si los daños son permanentes. Seguimos realizando el seguimiento de los pacientes para descubrir si existe una mejora o no”, comenta Damiano.
El grupo de científicos también pretende investigar si la relación entre la pérdida sensorial y cognitiva también se registra en personas que contrajeron COVID-19 luego de vacunarse. “Estamos realizando un estudio similar a este que ahora ha sido publicado, pero teniendo en cuenta también si los participantes se han vacunado o no y cuántas dosis se aplicaron antes de infectarse. El objetivo consiste en descubrir si las vacunas brindan protección contra las complicaciones neuropsiquiátricas. Y también si un tipo de inmunógeno protege más que otro, lo que lo volvería más recomendable para las personas que padecen enfermedades psiquiátricas”, comenta el doctorando.
Atención al olfato
Según los autores, uno de los mensajes importantes del artículo indica que las disfunciones olfativas deberían generar más atención por parte de los profesionales de la salud y de las personas en general. “Cuando un anciano empieza a perder el olfato, esto puede ser un indicio precoz de demencia. Es necesario llevarlo al médico para que se le efectúe una evaluación. En tanto, las personas que experimentaron una pérdida olfativa moderada o grave tras contraer COVID-19 deben permanecer atentas durante los próximos años a las alteraciones de la memoria, como así también deben hacerlo sus familiares”, opina Damiano.