El pasado febrero, la neurocientífica de la Universidad de Chicago Lise Eliot, bajo el título Neurosexism: the myth that men and women have different brains (Neurosexismo: el mito de que mujeres y hombres tienen cerebros diferentes), escribía en la revista Nature un elogioso comentario sobre el libro The Gendered Brain, de Gina Rippon, profesora de neuroimagen cognitiva en la Universidad británica de Aston. La conclusión subtitulada de Eliot era que “la búsqueda de distinciones entre hombres y mujeres dentro del cráneo es una lección de mala práctica investigadora”.
abr
11
Pocos días después, el número de marzo de la revista Neuron publicaba un trabajo de la Universidad de Maryland en ratas macho que explicaba cómo los andrógenos, los esteroides masculinos, esculpen el desarrollo cerebral, lo que explicaría diferencias de comportamiento entre sexos. Un contribuyente clave a tales diferencias es el número de células de la amígdala en recién nacidos: los machos tienen muchas menos, ya que son eliminadas por las células inmunes por influjo de la testosterona y los receptores de endocanabinoides.
Otro estudio de la Universidad de Lund, en Suecia, publicado en agosto pasado en Proceedings of the Royal Society B confirmó ese conflicto sexual en el sistema inmunológico de los animales. En hembras, la variación en los genes centrales del sistema inmune es demasiado alta, mientras que en machos es demasiado baja. De ahí que los varones contraigan más infecciones que las mujeres. Que el sexo influye en muchos aspectos, no solo morfológicos sino fisiológicos y patológicos, es bastante obvio: por ejemplo, solo una de cada ocho mujeres siente dolor torácico durante un infarto; por no hablar de la distinta incidencia de trastornos neurológicos y psiquiátricos en hombres y mujeres.
Sí habría neurosexismo, viene a decir Larry Cahill, profesor de Neurobiología en la Universidad de California en Irvine, en la revista Quillette, respondiendo al libro de Rippon y a la reseña de Nature, en el sentido de que “durante décadas, la neurociencia, como la mayoría de las áreas de investigación, ha estudiado de manera abrumadora solo a los hombres, asumiendo que los resultados valdrían también para las mujeres”. Profunda discriminación que ha perjudicado a las mujeres. “El cerebro de los mamíferos -añade- está muy influido por el sexo, aunque muchas de sus manifestaciones son a menudo difíciles de identificar (como para casi todos los problemas de la neurociencia)”.
En apoyo de la segregación científica en todos los dominios, no solo en la neurociencia, Cahill recuerda la normativa El sexo como variable biológica, adoptada por los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos el 25 de enero de 2016, y que reclama la inclusión equitativa de ambos sexos en todos los ensayos y estudios, desde los celulares a los animales y, por supuesto, en los humanos.
Curiosamente, esta manera de visibilizar a las mujeres no ha gustado en algunos movimientos feministas e igualitaristas, seguidores de la máxima de Simone de Beauvoir de que “uno no nace, sino que se convierte en mujer”, y convencidos de que no existen diferencias en el cerebro de mujeres y hombres.
Sin embargo, como señala en Scientific American la periodista Caroline Criado, autora del libro Invisible Women: Exposing Data Bias in a World Designed for Men, “las diferencias entre mujeres y hombres operan hasta en el nivel celular. Las mujeres reaccionan de manera diferente a los fármacos y presentan síntomas peculiares en algunas enfermedades. Si basamos nuestro conocimiento en el varón, no podremos detectar y tratar las enfermedades en las mujeres”. Lo ilustra con las reacciones adversas a los fármacos que las mujeres sufren más que los hombres, y con el hecho de que en ellas algunos fármacos simplemente no funcionan, porque “han sido probados en hombres”.
Cahill denuncia en su artículo algunas de las tergiversaciones de Rippon, como la del ‘mosaico de rasgos femeninos y masculinos’ que todos llevaríamos en el cerebro, interpretada torpemente en 2015 por el equipo de Daphna Joel en Proceedings of the National Academy of Sciences y rebatida más tarde por otros tres grupos en la misma revista: con los mismos datos del grupo de Joel, el equipo de Marco Del Giudice, de la Universidad de Nuevo México, obtuvo resultados opuestos: mujeres y hombres divergerían en el 69-77 % de las veces con las mismas variables cerebrales. “Otros equipos han informado de niveles aún más altos de distinción con respecto a la estructura y función del cerebro; sin duda que hay muchas similitudes pero también muchas diferencias”.
El libro de Rippon, resume con cierta hartura Cahill, “ignora además la mayoría de las investigaciones en animales, y las profundas implicaciones que tienen en la evolución y estudio de los humanos. Parece creer que la evolución humana se detuvo en el cuello”. A Rippon le asusta que se usen los hallazgos con fines sexistas, “pero con esa lógica también deberíamos dejar a un lado la genética”.
En el fondo subyace la falsa suposición de que si las mujeres y los hombres deben considerarse “iguales” tienen que ser “iguales” y no debe haber diferencias biológicas. “Irónicamente -razona Cahill-, la igualdad forzada donde dos grupos realmente difieren en algún aspecto significa una desigualdad forzada en ese sentido, tal y como vemos en la medicina actual. Hoy en día, las mujeres no reciben el mismo tratamiento que los hombres porque siguen recibiendo el mismo tratamiento que los hombres (aunque esto está empezando a cambiar). Rippon no se da cuenta de que, al negar e incluso vilipendiar la investigación sobre las influencias sexuales en el cerebro, consiente en que la investigación biomédica siga dominada por el varón como único modelo”.
abril 10/2019 (diariomedico.com)